Todas las
mañanas, a las 8.00, cuando salía para el laburo, me encontraba con una viejita
simpática, ya más cerca de los cien que de los noventa, sentada en la puerta de
su casa. Era la abuela de un compañero de primaria, Rami, tomábamos chocolatada
con melbas juntos cuando teníamos contraturno. Ya me había acostumbrado a salir
un poco antes de mi casa, porque sabía que si me veía me esperaban minimo 20 minutos
de la misma historia, repetida cual disco rayado:
-
Sra
Norma, como le va?
-
Bien,
un poquito más vieja nomás.
Y después
las preguntas de cortesía sobre su nieto, las quejas de doña Norma porque
seguía sin entender la computadora que Ramiro le había comprado antes de irse a España y
la misma pregunta de despedida:
-
Sigue
esperando la correspondencia?
-
Y
sí che, algún día llegará.
La
“correspondencia” era una supuesta carta que su nieto le iba a mandar en cuánto
se instalara en España. Pero no llegaba, y ya hacía rato que yo sospechaba que
el muy sinvergüenza se había ido para sacarse a la abuela de encima y no tenía
ninguna intención de contactarse.
Pero tuvo
que volver, y no en la mejor de las circunstancias.
Resulta que
a doña Norma le dio un infarto una de esas mañanas. La encontré yo, y tuve que
encontrar al nieto para avisarle, era el único pariente vivo de la pobre mujer.
En el
funeral, hablando con Ramiro, me entero del por qué de la falta de contacto. La
señora Norma no tenía teléfono fijo, y nunca se le pasó por la cabeza que una
carta pudiera llegar, no por manos del cartero, sino a través de ese cacharro
moderno que nunca aprendió a usar.